1294 km.
Esta es la distancia que separa Bilbao, ciudad en la que nací, me crie y estudié, de Lucerna, villa suiza en la que vivo desde hace ya tres años y medio. ¿La razón? Mucha suerte y nada que perder.

Cuando media juventud española temía ver en otros países las oportunidades laborales que España no les podía ofrecer y paulatinamente dejaban el país para comenzar sus carreras por Europa, yo estaba eufórica por tener mi primera oportunidad laboral en el extranjero…en una ciudad que no sabía ni que existía. Sí, sí, os explico cómo fue la jugada: yo estudié Turismo y después, Periodismo. A punto de terminar la segunda carrera, tenía que buscar prácticas relacionadas con Periodismo, pero, navegando en Twitter, encontré una oferta en el extranjero relacionada con Turismo. Era muy improbable y en ese momento imposible pues no había terminado la Licenciatura, pero apliqué al puesto. 6 meses más tarde, a punto de terminar mi último mes en prácticas en una revista, me llaman y preguntan si estoy interesada aún en el trabajo. Muy confundida (y con un poco de jeta), les pido que me manden de nuevo la oferta: no me acordaba ni de la empresa, ni del puesto y mucho menos en qué ciudad era… ¡Suponía que sería Londres y, ja! También empezaba por L, pero ahí terminan las similitudes.
Lucerna, en el centro de Suiza. Los estereotipos saltaban por mi cabeza: país donde políticos españoles llevaban dinero y turistas traían chocolate. Donde se come fondue y hace un frío alpino. Donde la población domina los deportes de nieve y siempre son puntuales: yo jamás he sido puntual, no me llevo bien con la lactosa y mucho menos con el esquí. Aun así, acepté y 15 días más tarde aterricé en mi actual país de residencia.


¿Por qué?
Siempre me he considerado una persona curiosa: todo comenzó con el interés que me provocaban los idiomas. Esto se acentuaba cuando viajaba con mis padres y me sorprendía con las costumbres de niños de otros países. Me resultaba frustrante no poder ser amiga de ellos por no poder descifrar sus lenguajes. Continuó con la aparición de las Spice Girls y la oleada de coreografías creadas por cientos de niñas en el colegio. Me encantaba su música, pero no entendía sus letras…
Años más tarde notaba que la inquietud se convertía en afición: además de los idiomas, también quería conocer las culturas de los países extranjeros: comidas, población, paisajes, folklore…Pero yo no quería ser turista. Aborrecía al turista de la Costa del Sol que aparecía cada inicio de verano en las noticias con la panza al aire y una cerveza en la mano. Yo quería vivir una inmersión en una sociedad ajena a la mía.

Así pues, terminé en Lucerna, donde trabajo organizando viajes a jóvenes americanos de mi edad que quieren descubrir Europa. Ahora, estoy orgullosa de formar parte de esta nueva generación que, ya no solo alimenta el turismo de sol y playa tan característica durante los 90, sino que ayuda a otros aventureros a descubrir mundo. Viajar significa hoy en día, afrontar retos que provoquen adrenalina, enriquecerse para ser más independientes y aceptar todo tipo de experiencias, pero, sobre todo, de vivirlas.

Autora/Fotografía: Camino Granado
Un comentario en “El Camino de la Forastera”